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La naturaleza de la velocidad de la luz ha sido objeto de debate a lo largo del desarrolo del pensamiento y de la Historia del mundo. Ya en la antigua Grecia, los filósofos discutían sobre este fenómeno sin hallar una respuesta a su pregunta. Desde los griegos a los egipcios, y pasando por los pensadores del Islam, hasta llegar a la filosofía occidental moderna: todos cuestionaron su naturaleza, y algunos lo hicieron con mayor acierto que otros.

Hoy el mundo conoce que la luz no es infinita ni instantánea, aunque no siempre se creyó que fuera así. Aristóteles, entre otros, apuntó que esas dos eran las características que distinguían a la velocidad de la luz porque cualquier otra teoría sería demasiada «tensión» para el sistema de creencias del ser humano, lo que haría imposible creer en ella.
Descartes y la teoría corpuscular

Siglos después, la proposición de Aristóteles fue negada por René Descartes, para quien la luz solo podría ser infinita puesto que, en el caso contrario, todo su sistema de creencias y sus teorías filosóficas serían erróneas. El filósofo francés defendió lo que se denomina como la teoría corpuscular, que enunciaba que la luz estaba compuesta por corpúsculos que viajaban a velocidad infinita. Descartes sostenía que, en el caso de que la velocidad de la luz fuese finita, la Tierra, el Sol y la Luna estarían desalineadas durante un eclipse, algo que los científicos de la época no habían observado. De hecho, Descartes estaba convencido de que si la velocidad de la luz era finita, todo su sistema de filosofía quedaría refutado.

Tal fue su oposición a creer que la luz fuera finita que Descartes se opuso, radicalmente, al experimento con el que Galileo quiso acercarse a este fenómeno en 1638. El filósofo francés tildó de superflúa la prueba del italiano que aspiraba a descubrir con qué rapidez se mueve la radiación radiomagnética que percibe el ojo humano. Una prueba que fracasó aunque el científico colocó a todo su equipo en la montaña y fue variando la distancia entre ellos para ver si, con una linterna hacia el cielo, eran capaces de medir el paso de la luz.

Galileo fracasó y no fue capaz de descifrar un enigma que no dejó de intrigar a los científicos hasta que, en el año 1676, un astrómono danés llamado Ole Christensen Rømer (1644-1710) descubrió la clave para resolver las grandes preguntas de la velocidad de la luz.

Júpiter, la clave

La noche de tal día como hoy, 7 de diciembre, hace 340 años, Rømer, que realizaba de forma regular observaciones a Júpiter y sus satélites –precisamente cuatro de ellos los descubrió Galileo– con su telescopio, reparó en un detalle que hasta entonces no había percibido: que cuanto más lejos estaba la Tierra del quinto planeta del sistema solar, más retrasados se percibían los eclipses de las lunas de Júpiter.

Esa diferencia en el tiempo no era otra cosa que la velocidad de la luz, que se podía cuantificar si se medía el tiempo de más que tardaba en vislumbar la luz de los eclipses desde la Tierra. Así, Ole Rømer continuó con sus observaciones y seis meses después ese «tiempo extra» disminuyó debido a que Júpiter y la Tierra se acercaban. Por este motivo, y a raíz de sus contemplaciones, Rømer estimó el dato en 220.000 kilómetros por segundo. Una cifra errónea que, con el paso del tiempo, se ha corregido. En la actualidad, la velocidad de la luz equivale a 299.792,458 kilómetros por segundo.




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