La humanidad siempre ha atribuido a los astros toda clase de poderes asombrosos sobre nuestras vidas; la mayoría de ellos son fruto de la superstición, pero otros, en cambio, son muy ciertos, como la influencia de la Luna sobre las mareas. De un modo u otro, se ha dado siempre por hecho -a veces con demasiada ligereza- que los objetos celestes pueden afectar a nuestras vidas.
Pero a mediados del siglo XX sobrevino un cambio radical en nuestra forma de mirar al cielo: la invención de los satélites artificiales. Hasta ese momento, y durante toda la historia conocida, tan sólo había cuerpos naturales en el espacio a los que temer: estrellas, planetas, cometas... Al margen de estos objetos inertes, y ya en planos teóricos o metafísicos, se entendía que allí arriba gobernaban los dioses, o el orden natural del cosmos, o la ley universal de la gravedad... Si algo tenían que ver todos ellos con la guerra y las cosas de los hombres, era siempre de un modo abstracto y lejano. Nunca un enemigo directo, de carne y hueso, había invadido con sus máquinas ese espacio entre lo profano y lo sagrado que la Humanidad creía reservado a los astros y a los ángeles.
La irrupción de los satélites artificiales en el panorama geopolítico internacional resultaría aún más dramática al producirse, precisamente, en uno de los momentos más delicados de la historia militar, apenas unos años después de la Segunda Guerra Mundial y el descubrimiento de la bomba atómica. Las grandes potencias poseían arsenal suficiente para borrar civilizaciones enteras, y el mundo acababa de conocer el horror de los campos de exterminio nazis y la devastación nuclear de Hiroshima y Nagasaki; en la Unión Soviética, Stalin hacía del terror una forma de gobierno y amenazaba con extender su delirante sistema por el globo. La amenaza nuclear era ya aterradora sin necesidad de máquinas que pudieran llevar la guerra hasta nuevos territorios nunca alcanzados.
Tal era la situación cuando los norteamericanos se toparon con la siguiente advertencia, que encabezaba un extenso artículo de la revista Collier's: "Durante los próximos diez o quince años, la Tierra tendrá un nuevo compañero en los cielos, un satélite fabricado por el hombre que podría ser la mayor fuerza para la paz que jamás se haya diseñado, o bien una de las más terribles armas de guerra, dependiendo de quién lo haga y lo controle". La frase provenía de uno de los científicos más prestigiosos y enigmáticos de su tiempo, el alemán -aunque nacionalizado en Estados Unidos- Wernher Von Braun. Pocos investigadores contribuyeron tanto como él a que nuestra especie se lanzara a la conquista del cosmos.
Wernher von Braun. | NASA
El origen de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética se suele situar el 4 de octubre de 1957, cuando el país comunista lanzó con éxito a la órbita terrestre el satélite artificial Sputnik 1, lo que provocó una oleada de pánico, vergüenza e indignación en la opinión pública norteamericana. Pero Von Braun ya había imaginado esta situación en 1952, fecha en la que escribió el citado artículo, y sabía que la rivalidad entre las dos principales potencias mundiales podría proporcionarle los fondos necesarios para realizar el sueño de su vida: construir un cohete que llegara a la Luna y, después, a los planetas.
Los satélites artificiales eran sólo la punta de un iceberg que obligaría a la humanidad a plantearse cuestiones fundamentales sobre sí misma y su papel en el universo. Desde que, gracias a Von Braun y otros visionarios, el público comenzó a contemplar los viajes espaciales como una posibilidad real, y hasta que el comandante Gene Cernan se convirtió en el último hombre en pisar la Luna, en diciembre de 1972, la humanidad vivió dos décadas con la mirada puesta en los astros. Algunos -diez pilotos militares, un ingeniero aeronáutico y un geólogo, todos ellos norteamericanos- pusieron también sus pies sobre el satélite natural terrestre. Antes incluso de Von Braun, otros habían sentado las bases para ello.
Uno de los primeros científicos en considerar desde un punto de vista técnico la posibilidad de visitar otros mundos fue el físico ruso Konstantin Tsiolkovsky, que en 1903 publicó una obra titulada La exploración del espacio cósmico por medio de los motores a reacción. Este investigador, quien después sería considerado un héroe en la Rusia de los soviets, adelantó la idea fundamental de la astronáutica, de acuerdo con la cual los motores a reacción pueden mover vehículos en el vacío interplanetario.
El cráter Tsiolkovski. | Nasa
Además, ideó los cohetes segmentados en varias etapas y propuso el empleo de combustible líquido, dos ideas que harían fortuna y aún se emplean en la actualidad. El cráter Tsiolkovsky, descubierto en los años 60 por la Unión Soviética, y llamado así en su honor, es uno de los lugares más interesantes del satélite desde el punto de vista científico. De hecho, Jack Schmitt, el único geólogo que ha viajado a nuestro satélite, quiso que su misión se dirigiera allí, pero la sugerencia se desechó de inmediato por encontrarse en el lado oscuro de la Luna y quedar fuera del rango de comunicación con la Tierra.
Combustible líquido y motor a reacción
Al mismo tiempo que su colega ruso Tsiolkovsky, pero desde la otra punta del globo, el científico, ingeniero, periodista y diplomático peruano Pedro Paulet también soñaba con que la humanidad podría navegar algún día por el cosmos, y creó algunos de los ingenios necesarios para que así ocurriera. Desde muy joven empezó a experimentar con cohetes y tuvo muy claro que el principio de acción-reacción, una de las leyes del movimiento enunciadas por Newton, podría llevar a estos vehículos hasta alturas insospechadas.
"No se trata de atraer el aire, sino de empujarlo", decía. Paulet fue el inventor de los motores con combustible líquido, en 1895, y del motor a reacción, dos años después. Como no tardaría en intuir Tsiolkovsky, estos serían dos elementos fundamentales en la conquista del espacio interplanetario. De hecho, y aunque su obra sea mucho menos conocida fuera de su país, Paulet también supo ver estas posibilidades e incluso llegó a construir un prototipo de nave espacial. Según reconocería después el propio Von Braun, "con su esfuerzo, Paulet ayudó a que el hombre abordara la Luna".
Las teorías de Tsiolkovsky y Paulet fueron confirmadas por el físico estadounidense Robert Goddard, quien logró lanzar por primera vez un cohete de combustible líquido el 16 de marzo de 1926 desde la granja de coles de su tía Effie en Auburn, en Massachusetts. En realidad, el vuelo duró dos segundos y medio, y el cohete, de apenas tres metros de longitud, recorrió 56 metros antes de caer al suelo, alcanzando una altura máxima de 12,5 metros. Lo suficiente, en cualquier caso, para que sus ideas quedaran demostradas.
Durante veinte años, los experimentos de Goddard habían fallado, para mofa de sus colegas e incluso de 'The New York Times', que en 1920 publicó un editorial ridiculizando su previsión de que algún día los cohetes podrían llegar a la Luna. El prestigioso periódico lo acusaba, entre otras cosas, de ignorar lo que cualquier alumno de instituto estudiaba en aquellos días: sin una atmósfera que ofreciera resistencia, los motores de propulsión no podrían volar.
Sin embargo, Goddard había hecho experimentos en cámaras de vacío, y sabía que un vehículo podía propulsarse mediante este sistema aunque los gases expulsados por la tobera no tuvieran aire sobre el que apoyarse. Aquel día de 1926 probó, además, que los combustibles líquidos servían para lanzar cohetes, lo que aumentaba enormemente sus posibilidades.
Pese a sus éxitos, el científico aún tenía miedo de los comentarios de la prensa y continuó en secreto con sus experimentos. En 1929, uno de sus lanzamientos causó tal estruendo que los vecinos llamaron a la Policía creyendo que se había estrellado un avión. Al día siguiente, un periódico local abrió su portada con la siguiente mofa: "Cohete lunar falla su blanco por 238.799 millas y media".
Una rectificación tardía
Goddard, obsesionado con el espacio desde los dieciséis años, cuando había leído 'La guerra de los mundos' de H. G. Wells, no sólo no se desanimó, sino que su supuesto fracaso llamó la atención de Charles Lindbergh, héroe nacional estadounidense y primer aviador en cruzar el océano atlántico. Lindbergh quedó impresionado por sus proyectos y logró que la familia Guggenheim le ofreciera 100.000 dólares para financiar sus experimentos. Huyendo de los curiosos y de la prensa, Goddard se mudó al desierto de Roswell, Nuevo México, en 1930.
Desde entonces, este apartado y tranquilo lugar quedaría ligado para siempre a la tecnología punta y la exploración espacial. O, más bien, a los aspectos más oscuros de ambas: albergó al escuadrón formado para lanzar la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial y, en 1947, un extraño incidente lo convertiría en la capital mundial del fenómeno ovni. Allí, los cohetes de Goddard fueron ganando tamaño y prestaciones, hasta traspasar la barrera del sonido.
Buzz Aldrin sobre la superficie lunar. | NASA
Al igual que Paulet y Tsiolkovsky, Goddard no vivió para ver astronautas surcando el espacio, ni mucho menos caminando sobre la Luna, pero los periodistas de 'The New York Times' se acordaron de él el día 17 de julio de 1969, tras el despegue de la misión 'Apolo 11'. Después de resumir el editorial despectivo que le habían dedicado a Goddard sus antecesores, los editores del diario reconocían que "posteriores investigaciones y experimentos han confirmado los descubrimientos de Isaac Newton del siglo XVII y ahora está definitivamente establecido que un cohete puede funcionar en el vacío tanto como en la atmósfera. El 'Times' lamenta su error".
Goddard da nombre en la actualidad a un centro espacial de la NASA y fue elegido uno de los cien personajes más importantes del siglo XX por la revista 'Time', en una lista que encabezaba otro científico pionero a quien muchos trataron también de ignorar en un principio: Albert Einstein.
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