Un ensayo histórico de Philip Ball desvela cómo figuras tan fundamentales de la Física como Max Planck, Werner Heisenberg y Peter Debye se convirtieron en títeres del Tercer Reich
Einstein no sólo lo vio venir. También se lo pusieron fácil (pónganse aquí mil comillas) porque era judío y, en cierto modo, no tuvo que elegir. Cuando Hitler llegó a la Cancillería en enero de 1933, el Nobel de Física se encontraba de visita en el California Institute of Technology; dos meses después anunció que no regresaría a Alemania mientras no se restituyesen «la libertad civil, la tolerancia y la igualdad ante la ley».
Desde Oxford envió, a través de Max Born, una admonición a sus colegas físicos: «Nunca he tenido una opinión particularmente favorable de los alemanes (ni en lo moral ni en lo político). Pero debo confesar que su grado de brutalidad y su cobardía me han sorprendido un poco». No solo se refería a los nazis sino a sus antiguos amigos y compañeros de profesión, para quienes la huida de Einstein era curiosamente un acto de traición.
Philip Ball, físico, químico y destacado divulgador científico británico, explica en su libro más reciente, Al servicio del Reich. La física en tiempos de Hitler (Turner), las razones de que este mundo al revés fuera posible bajo un régimen que, ya en un comienzo, excluía a los judíos de la plena ciudadanía. Los físicos que se quedaron en Alemania -comenzando por su patriarca, Max Planck- creían en general que debía aceptarse la discriminación antisemita a fin de que ésta no se recrudeciese.
Como millones de conciudadanos, se oponían al Gobierno de Weimar y se sentían humillados por las indemnizaciones de guerra decretadas por la paz de Versalles. Y en cuanto hombres de ciencia, reconquistar el prestigio nacional de sus respectivas disciplinas devino para ellos un empeño obsesivo tras la humillación de la guerra.
Antes incluso de que Hitler se hiciera con el poder, consideraban «antipatriótico y de mal gusto» el internacionalismo de Einstein, quien concebía la ciencia como «una empresa sin fronteras e independiente de nuestro credo o país». Einstein «jugaba a la política» mientras que ellos eran, en tanto científicos, ajenos a ella. Pronto se vio cómo no tomar partido suele ser la forma más rápida e indeseada de tomarlo.
Para complicarlo todo, explica perspicazmente Ball, la teoría cuántica -mal entendida y revestida de un halo cuasimístico- empezaba a parecerse mucho al arte abstracto y a la música atonal -el famoso «arte degenerado» acuñado por los nazis- y a convertirse ella misma en «ciencia degenerada», enferma de los mismos males de la era de Weimar: «el comercialismo, la avaricia y la invasión de la tecnología». De todo eso eran culpables, cómo no, los judíos.
La Ley de Servicio Público, de abril de 1933, suponía la separación de sus puestos de uno de cada cuatro físicos por ser no arios, entre ellos Max Born, James Franck, Lise Meitner o Einstein. La Universidad de Gotinga, joya de la física matemática alemana, quedó diezmada. Franck, por cierto, se exilió en Chicago y participó decisivamente en el Proyecto Manhattan de los aliados.
¿Qué hacían los físicos arios entre tanto? Es cierto que muy pocos, aclara Philip Ball, militaron en la administración nazi, «pero también fueron pocos los que se le opusieron de forma de forma activa», presos -en palabras de Ian Kershaw- de una «letal indiferencia» cuando se inició la persecución de los judíos.
Además del miedo a las represalias, además del deseo de no ver, otras dos razones explican aquel silencio cómplice: un excesivo sentido utilitario (protestar no serviría para nada y empeoraría las cosas) y la devoción, que en no pocos casos ocultaba una ilimitada soberbia personal, al bien sacrosanto de la ciencia y al estatus de la ciencia alemana en particular. Súmese a esto un innegable antisemitismo de fondo: cuando un científico escondía o ayudaba a un colega judío, lo hacía por ser colega y no por ser judío.
Max Planck, padre de la teoría cuántica y hombre apegado ciegamente al decoro y el respeto a la autoridad, llegó a verse con Hitler para interceder por Fritz Haber, pero ante todo buscando un pacto. «Si acatamos las leyes, ustedes nos dejarán en paz», vino a ser el arreglo, y de hecho la financiación era estatal en la KWG (Instituto Káiser Guillermo para el Avance de la Ciencia). Menos mal que «ninguno de los líderes nazis tenía idea de para qué podía usarse la ciencia». Todavía.
A Planck lo paralizaba la posibilidad de protestar contra las leyes cuando son ilegales, vale decir flagrantemente injustas, y prefería contemporizar, comportarse «como un árbol contra el viento». Werner Heisenberg, el físico más dotado de su generación, compartía ese criterio. En 1935 firmó el obligatorio juramento de lealtad al Führer, lo mismo que Peter Debye, director del Instituto Káiser Guillermo de Física (KWIP).
Según Mark Walker, «frente a la opción de poner en peligro la academia o tolerar la purga racista, los científicos entregaron su independencia y se volvieron cómplices» de ella. «Ningún científico no ario renunció como protesta». En 1934 la correspondencia académica adoptó el Heil Hitler a modo de despedida, luego llegó la elección de miembros del partido y, para 1938, una institución científica hasta entonces seria pasó a ser «un órgano del estado nazi». La docilidad de Planck, «hombre inflexible pero fundamentalmente decente y honesto» -escribe Ball-, no había servido de nada.
El divulgador inglés concluye que «esta historia desmantela el confortable mito de la ciencia como aislante contra la irracionalidad y el extremismo» que se enseñoreó de todo en Alemania. Los libros de Einstein ardían en las piras de las asociaciones de estudiantes nazis y un ejército de físicos partidarios de Hitler, encabezados por Philipp Lenard y Johannes Stark, denigraban la teoría de la relatividad y todo lo que les oliera a física judía.
Max von Laue fue sin duda uno de los más valientes entre los físicos arios, aunque reprochaba a Einstein su actitud política, que éste llamaba más bien «humana». No escondía su antipatía hacia los nazis, y se decía que siempre salía a la calle con un paquete debajo de cada brazo para no hacer el saludo hitleriano.
Peter Debye fue seguramente el más ambiguo. Pronazi según algunos, otros le atribuyen haber advertido a los aliados de la amenaza nuclear que se gestaba en Berlín a partir de que los jerarcas nazis supieron (hacia abril de 1939) del potencial que albergaba el núcleo del uranio. En agosto del mismo año, Einstein, Teller y Szilárd anunciaron al presidente Roosevelt que era factible producir una bomba nuclear.
Lo cierto es que Debye ayudó a huir a la física judía Lise Meitner, pero también que -según Ball- dejó Alemania cuando se decretó la militarización del KWIP no por «la naturaleza de los trabajos que iban a emprenderse allí» sino seguramente por su orgullo herido y porque se le obligada a nacionalizarse alemán (era holandés). Refugiado en EEUU, Debye despertaba tantas suspicacias que, para cuando el FBI lo investigó y las autoridades decidieron si le permitían intervenir en el programa nuclear americano, en abril de 1944, ya casi no importaba. Heisenberg, atacado en principio por Lenard y Starck, recurrió al mismísimo Himmler para «limpiar su nombre» y luego fue deslizándose progresivamente hacia más «claudicaciones y concesiones al régimen». Éste, que ya confiaba (aunque no demasiado) en el poder militar que ofrecía la energía nuclear, lo puso al frente del segundo Uranverein (Club Uranio), y él se dedicó durante la guerra a ejercer de embajador de la cultura alemana en territorios ocupados por Hitler.
Philip Ball asegura que ni los nazis ni los físicos alemanes creyeron que la construcción de la bomba atómica fuera factible antes de terminar la guerra, y de hecho el régimen dotó de más recursos al programa de cohetes de Wernher von Braun. Ciego de soberbia, Heisenberg no asumió nunca que los americanos les llevaban la delantera e incluso, tras tener noticia de Hiroshima, pretendió convencer al mundo de que él había saboteado la bomba alemana. Lo cierto es que ni él ni sus colegas -acaso equivocados en el cálculo de la masa crítica necesaria para provocar una reacción nuclear en cadena- fueron capaces ni siquiera de lograr un reactor que funcionase.
En una época normal, los de Planck, Debye y Heisenberg habrían sido «defectos menores en una naturaleza esencialmente decente», escribe Ball. Su desgracia fue que el tiempo de Hitler estaba trágicamente necesitado de héroes.
Desde Oxford envió, a través de Max Born, una admonición a sus colegas físicos: «Nunca he tenido una opinión particularmente favorable de los alemanes (ni en lo moral ni en lo político). Pero debo confesar que su grado de brutalidad y su cobardía me han sorprendido un poco». No solo se refería a los nazis sino a sus antiguos amigos y compañeros de profesión, para quienes la huida de Einstein era curiosamente un acto de traición.
Philip Ball, físico, químico y destacado divulgador científico británico, explica en su libro más reciente, Al servicio del Reich. La física en tiempos de Hitler (Turner), las razones de que este mundo al revés fuera posible bajo un régimen que, ya en un comienzo, excluía a los judíos de la plena ciudadanía. Los físicos que se quedaron en Alemania -comenzando por su patriarca, Max Planck- creían en general que debía aceptarse la discriminación antisemita a fin de que ésta no se recrudeciese.
Como millones de conciudadanos, se oponían al Gobierno de Weimar y se sentían humillados por las indemnizaciones de guerra decretadas por la paz de Versalles. Y en cuanto hombres de ciencia, reconquistar el prestigio nacional de sus respectivas disciplinas devino para ellos un empeño obsesivo tras la humillación de la guerra.
Antes incluso de que Hitler se hiciera con el poder, consideraban «antipatriótico y de mal gusto» el internacionalismo de Einstein, quien concebía la ciencia como «una empresa sin fronteras e independiente de nuestro credo o país». Einstein «jugaba a la política» mientras que ellos eran, en tanto científicos, ajenos a ella. Pronto se vio cómo no tomar partido suele ser la forma más rápida e indeseada de tomarlo.
Para complicarlo todo, explica perspicazmente Ball, la teoría cuántica -mal entendida y revestida de un halo cuasimístico- empezaba a parecerse mucho al arte abstracto y a la música atonal -el famoso «arte degenerado» acuñado por los nazis- y a convertirse ella misma en «ciencia degenerada», enferma de los mismos males de la era de Weimar: «el comercialismo, la avaricia y la invasión de la tecnología». De todo eso eran culpables, cómo no, los judíos.
Equipo de alto voltaje montado por Debye en 1935 y confiscado por los nazis. TURNER NOEMA
La Ley de Servicio Público, de abril de 1933, suponía la separación de sus puestos de uno de cada cuatro físicos por ser no arios, entre ellos Max Born, James Franck, Lise Meitner o Einstein. La Universidad de Gotinga, joya de la física matemática alemana, quedó diezmada. Franck, por cierto, se exilió en Chicago y participó decisivamente en el Proyecto Manhattan de los aliados.
¿Qué hacían los físicos arios entre tanto? Es cierto que muy pocos, aclara Philip Ball, militaron en la administración nazi, «pero también fueron pocos los que se le opusieron de forma de forma activa», presos -en palabras de Ian Kershaw- de una «letal indiferencia» cuando se inició la persecución de los judíos.
Además del miedo a las represalias, además del deseo de no ver, otras dos razones explican aquel silencio cómplice: un excesivo sentido utilitario (protestar no serviría para nada y empeoraría las cosas) y la devoción, que en no pocos casos ocultaba una ilimitada soberbia personal, al bien sacrosanto de la ciencia y al estatus de la ciencia alemana en particular. Súmese a esto un innegable antisemitismo de fondo: cuando un científico escondía o ayudaba a un colega judío, lo hacía por ser colega y no por ser judío.
Max Planck, padre de la teoría cuántica y hombre apegado ciegamente al decoro y el respeto a la autoridad, llegó a verse con Hitler para interceder por Fritz Haber, pero ante todo buscando un pacto. «Si acatamos las leyes, ustedes nos dejarán en paz», vino a ser el arreglo, y de hecho la financiación era estatal en la KWG (Instituto Káiser Guillermo para el Avance de la Ciencia). Menos mal que «ninguno de los líderes nazis tenía idea de para qué podía usarse la ciencia». Todavía.
A Planck lo paralizaba la posibilidad de protestar contra las leyes cuando son ilegales, vale decir flagrantemente injustas, y prefería contemporizar, comportarse «como un árbol contra el viento». Werner Heisenberg, el físico más dotado de su generación, compartía ese criterio. En 1935 firmó el obligatorio juramento de lealtad al Führer, lo mismo que Peter Debye, director del Instituto Káiser Guillermo de Física (KWIP).
Según Mark Walker, «frente a la opción de poner en peligro la academia o tolerar la purga racista, los científicos entregaron su independencia y se volvieron cómplices» de ella. «Ningún científico no ario renunció como protesta». En 1934 la correspondencia académica adoptó el Heil Hitler a modo de despedida, luego llegó la elección de miembros del partido y, para 1938, una institución científica hasta entonces seria pasó a ser «un órgano del estado nazi». La docilidad de Planck, «hombre inflexible pero fundamentalmente decente y honesto» -escribe Ball-, no había servido de nada.
El divulgador inglés concluye que «esta historia desmantela el confortable mito de la ciencia como aislante contra la irracionalidad y el extremismo» que se enseñoreó de todo en Alemania. Los libros de Einstein ardían en las piras de las asociaciones de estudiantes nazis y un ejército de físicos partidarios de Hitler, encabezados por Philipp Lenard y Johannes Stark, denigraban la teoría de la relatividad y todo lo que les oliera a física judía.
Max von Laue fue sin duda uno de los más valientes entre los físicos arios, aunque reprochaba a Einstein su actitud política, que éste llamaba más bien «humana». No escondía su antipatía hacia los nazis, y se decía que siempre salía a la calle con un paquete debajo de cada brazo para no hacer el saludo hitleriano.
Peter Debye fue seguramente el más ambiguo. Pronazi según algunos, otros le atribuyen haber advertido a los aliados de la amenaza nuclear que se gestaba en Berlín a partir de que los jerarcas nazis supieron (hacia abril de 1939) del potencial que albergaba el núcleo del uranio. En agosto del mismo año, Einstein, Teller y Szilárd anunciaron al presidente Roosevelt que era factible producir una bomba nuclear.
Lo cierto es que Debye ayudó a huir a la física judía Lise Meitner, pero también que -según Ball- dejó Alemania cuando se decretó la militarización del KWIP no por «la naturaleza de los trabajos que iban a emprenderse allí» sino seguramente por su orgullo herido y porque se le obligada a nacionalizarse alemán (era holandés). Refugiado en EEUU, Debye despertaba tantas suspicacias que, para cuando el FBI lo investigó y las autoridades decidieron si le permitían intervenir en el programa nuclear americano, en abril de 1944, ya casi no importaba. Heisenberg, atacado en principio por Lenard y Starck, recurrió al mismísimo Himmler para «limpiar su nombre» y luego fue deslizándose progresivamente hacia más «claudicaciones y concesiones al régimen». Éste, que ya confiaba (aunque no demasiado) en el poder militar que ofrecía la energía nuclear, lo puso al frente del segundo Uranverein (Club Uranio), y él se dedicó durante la guerra a ejercer de embajador de la cultura alemana en territorios ocupados por Hitler.
Philip Ball asegura que ni los nazis ni los físicos alemanes creyeron que la construcción de la bomba atómica fuera factible antes de terminar la guerra, y de hecho el régimen dotó de más recursos al programa de cohetes de Wernher von Braun. Ciego de soberbia, Heisenberg no asumió nunca que los americanos les llevaban la delantera e incluso, tras tener noticia de Hiroshima, pretendió convencer al mundo de que él había saboteado la bomba alemana. Lo cierto es que ni él ni sus colegas -acaso equivocados en el cálculo de la masa crítica necesaria para provocar una reacción nuclear en cadena- fueron capaces ni siquiera de lograr un reactor que funcionase.
En una época normal, los de Planck, Debye y Heisenberg habrían sido «defectos menores en una naturaleza esencialmente decente», escribe Ball. Su desgracia fue que el tiempo de Hitler estaba trágicamente necesitado de héroes.
LAS CITAS Y EL LADO OSCURO DEL GENIO
Alice Calaprice, reconocida especialista en Einstein, ha completado el que se considera, al menos de momento, El libro definitivo de citas del gran físico teórico, que en España publica Plataforma Editorial. A diferencia de la antología publicada por Helen Dukas, secretaria y archivera de Einstein, la de Calaprice no se limita al gran hombre pletórico de buenos sentimientos y magnanimidad, sino que también muestra -sin enfatizarlo- su lado oscuro, egoísta o sencillamente equivocado en diversas cuestiones. En esta versión del Libro definitivo que añade al anterior unas 400 citas y las eleva hasta las 1.600, encontramos al Einstein pacifista, internacionalista, creyente «en el Dios de Spinoza» (no en un Dios personal), vegetariano a la fuerza -por problemas gástricos- y, por supuesto, divulgador aventajado de su teoría de la relatividad. Podía explicarla de forma canónica, mejor que nadie, pero también muy jocosamente: «Una hora sentado con una chica en un banco del parque pasa como un minuto, pero un minuto sentado sobre una estufa caliente parece una hora». La parte menos ejemplar de Einstein queda a la vista en sus descalificaciones de Mileva, su primera esposa, en el bloqueo que le hacía difícil incluso cartearse con su hijo Eduard, enfermo de esquizofrenia, en sus opiniones -que hoy consideraríamos sencillamente machistas- sobre la valía de las mujeres y acaso también en su visión cáustica de la vida en pareja: «El matrimonio es el intento fracasado de conseguir que algo dure a partir de un accidente». Sus colegas alemanes tan satisfechos de ser apolíticos deberían haber entendido lo que escribió a propósito de la oposición de Pau Casals al régimen de Franco: «El mundo está más amenazado por los que toleran el mal o lo apoyan que por los propios malvados»
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