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Tras la culminación de la astronomía clásica que representó el detallado modelo de Ptolomeo, el estudio científico y matemático del firmamento quedaría estancado en el nuevo mundo cristiano. Algunas sectas gnósticas del cristianismo primitivo mostraron una verdadera fascinación por el estudio de los planetas y estrellas, que identificaban con seres superiores, pero pronto fueron condenadas por herejía; contemplar los cielos con excesivo deleite o incluso adoración, a la manera de Ptolomeo, Platón y Aristóteles, no era una práctica que estuviera bien vista por los patriarcas de la Iglesia de Roma. A medida que se acercaba la Edad Media, este tipo de estudios, a veces asociados a la adivinación y el politeísmo, eran relegados hasta que apenas quedó rastro de ellos.

Sin embargo, los conocimientos generados en Grecia y Roma no caerían en saco roto, ya que la cultura árabe se encargó de mantener vivo el interés hacia los orbes celestes. La religión islámica, fundada por Mahoma en el siglo VII, extendió el uso de un nuevo calendario lunar, en el que las fases del satélite terrestre eran las encargadas de dar comienzo a los meses y marcar el inicio de las festividades, la oración o la abstinencia. Los astrónomos y filósofos árabes estudiaron y tradujeron los textos de la Grecia clásica, por lo que pudieron adaptar a sus nuevas circunstancias las ideas y hallazgos de aquella fructífera época.

Thabit ibn Qurrah, conocido como Thebit en Occidente, fue quien tradujo al árabe los dos estándares científicos del momento -los Elementos matemáticos de Euclides y el sistema astronómico ptolemaico- y también el primero que los criticó y propuso importantes mejoras para ambos. Thebit nació en 836 en la ciudad de Harrán, en la actual Turquía, donde los babilonios habían levantado un importante templo para adorar a la Luna (para ellos, Sin).


Thebit Ibn Quirra. 

La ciudad fue conquistada por Alejandro Magno y después por los romanos, quienes rebautizaron el asentamiento como Carrhae pero siguieron rindiendo tributo a la diosa lunar. De hecho, el emperador Marco Aurelio Caracalla fue asesinado mientras orinaba tras salir del templo de Sin. En 717, el califa Umar II fundó en esta población la primera universidad islámica del mundo, a la cual trasladó los textos paganos que aún quedaban en Alejandría.

En Harrán aún se mantenía el culto de los sabeanos, una antigua religión hermética que concedía gran importancia al estudio de los astros. Thebit pertenecía a esta creencia, aunque no desarrolló su trabajo en su ciudad natal, sino en Bagdad. Allí colaboró con el prestigioso matemático Muhammad ibn Musa ibn Shakir, y desarrolló diversas ideas que después se convertirían en las bases de la geometría no euclidiana, la trigonometría esférica, los números reales y el cálculo integral. Sus libros fueron traducidos al latín en el siglo XII por Gerardo de Cremona, y han sobrevivido hasta nuestros días. Entre sus estudios astronómicos, destacan sus cálculos sobre las órbitas del Sol y la Luna, donde hay un cráter que lleva su nombre.

Junto a las obras de la antigua Grecia, los astrónomos árabes conocieron también los avances matemáticos de la India, y se sirvieron de ambas fuentes para desarrollar la trigonometría. Gracias a los últimos avances en esta rama, Abu Abdullah Al-Battani (en latín, Albategnius) perfeccionó en el siglo X los cálculos orbitales. Nacido en Harrán en 858, se trasladó a Samarra tras completar su formación, y allí vivió hasta su muerte en 929. Albategnius procedía de una familia noble de sabeanos, pero él era musulmán.

Se dice que algunas de sus descripciones orbitales fueron más precisas que las que después harían célebre a Copérnico. Su obra Sobre el movimiento de las estrellas fue traducida al latín en 1116 y, un siglo después, al español. La influencia de Albategnius fue enorme. Sus mediciones del año solar fueron usadas en la reforma gregoriana del calendario, la cual se mantiene hasta nuestros días en la mayor parte del globo. El astrónomo polaco Hevelius se basó en el siglo XVII en sus trabajos para determinar la órbita lunar y, dos siglos más tarde, los alemanes Wilhelm Beer y Johann Heinrich Madler le dedicaron un cráter en su atlas de la Luna.

La Luna, mediadora entre lo material y lo espiritual

A caballo entre los siglos X y XI, pero con la mirada puesta en la Grecia aristotélica, vivió uno de los más destacados pensadores del mundo musulmán, Abu Ali al-Husain ibn Sînâ, más conocido como Avicena. Nació en Persia en el año 980 y escribió cerca de 450 tratados sobre toda clase de materias. Destacó sobre todo en medicina, disciplina en la que se formó de manera autodidacta, pero también se dedicó con profusión a la filosofía. Su visión del cosmos concedía un papel fundamental a los astros y en especial a la Luna, mediadora entre el mundo material y el espiritual.


Avicena. 

Según él mismo declaró, leyó más de cuarenta veces la Metafísica de Aristóteles, cuya filosofía adaptaría al islamismo en su obra La salvación (Najât). La multiplicidad de la creación, para Avicena, emana de un solo Puro Ser, una sola Verdad. Este espíritu perfecto se identifica con la causa primera de la filosofía aristotélica y, según el pensador persa, es el Dios musulmán, A-lâh. De él proceden unas entidades llamadas inteligencias, que son superiores al alma humana y también el fundamento de esta. El cuerpo, por último, procede del alma, y es inferior a ella. Toda esta cadena de causas y efectos -por usar de nuevo los términos aristotélicos- expresa una relación universal entre el microcosmo (el hombre) y el macrocosmo (el mundo).

Las inteligencias superiores se corresponden en la cosmología de Avicena con los astros y planetas, que son seres intermedios entre Dios y la realidad material. La Luna, al ser el orbe celeste más cercano, está vinculada a la última inteligencia pura. Ella es el intelecto agente, del que emana el mundo sublunar en el que habitamos los humanos. De esta forma, la metafísica de Avicena incorpora la filosofía griega en la cultura islámica y reconcilia la presencia de inteligencias superiores con la existencia de un único Dios. Además, atribuye a un objeto astronómico como es la Luna cierta capacidad creadora. Las corrientes cristianas gnósticas que habían intentado hacer algo similar en los siglos II y III fueron rechazadas y perseguidas. Avicena, por el contrario, se convirtió en una figura clave de la filosofía musulmana.

Otros científicos árabes continuaron estudiando los astros desde una perspectiva más empírica. Uno de ellos fue Abu Ali Hasan Ibn Al Haytham, o Alhazén, nacido en Persia en 965. Fue un gran experto en óptica y defendió la tesis de que la Luna y los planetas no poseen luz propia, sino que la reciben del Sol. Escribió cientos de libros, entre ellos Sobre la luz de la Luna. No creía que las manchas lunares fuesen una imagen reflejada de la Tierra ni objetos separados del satélite, como algunos astrónomos defendían. Tampoco pensaba que fueran montañas o accidentes geográficos, así que aprovechó sus conocimientos ópticos para tratar de explicar que estas zonas del satélite podían ser menos eficaces a la hora de reflejar la luz solar, y ése sería el motivo de que nos parezcan más oscuras.

La Escuela de Traductores de Toledo

Evidentemente, la realidad es muy distinta, pero Alhazén estaba intentando conciliar sus observaciones con la creencia de que la Luna era un cuerpo perfecto y puro. Y eso era imposible. Los árabes se habían asentado en España durante la alta Edad Media, pero hacia el siglo XI ya se encontraban en retirada. Antes de que Toledo, una de las principales ciudades europeas de la época, cayera en manos de los cristianos, les dio tiempo a completar unas tablas que serían célebres por la profusión y cantidad de datos astronómicos que contenían.

El principal autor de estas tablas, que después usaría Copérnico para definir su revolucionario sistema heliocéntrico, fue Abu Ishaq Ibrahim ibn Yahya al-Zarqali. En latín, se le denominaba Arzachel, y en España, Arzaquiel. Nacido en Toledo en 1028, tuvo que huir a Sevilla en 1085, cuando las tropas de Alfonso VI reconquistaron la ciudad. Durante los primeros años del dominio de los reyes castellanos se fundó la Escuela de Traductores de Toledo, gracias a la cual los textos clásicos que conocían los árabes entraron también en la cultura latina.


Miniatura de Las Siete Partidas (Alfonso X el Sabio)

En el siglo XIII, Alfonso X el Sabio daría un nuevo impulso a esta institución, que se especializó en textos científicos, muchos de ellos de astronomía. Europa empezaba ya a recuperar el saber de la antigua Grecia, y comenzaba a vislumbrarse el Renacimiento. Toledo, gracias al legado de los árabes y al impulso cultural de los cristianos de Castilla, se convirtió en el centro neurálgico de este reencuentro de Occidente consigo mismo.

En cuanto a Arzachel, recibiría siglos después el agradecimiento a su valioso trabajo en la forma de un gran cráter lunar, con 105 kilómetros de diámetro, que aún lleva su nombre. Aunque el cráter de Alfonso X el Sabio, llamado Alphonsus, es aún mayor: tiene 119 kilómetros de diámetro y casi tres kilómetros de profundidad. Algunos expertos consideran que podría ser el lugar idóneo para establecer una base lunar.

La Luna y el pecado original

Varios astrónomos árabes de aquel periodo han recibido similares honores en la superficie lunar, bien fuera por modelizar los movimientos de los orbes o por catalogar exhaustivamente los astros. Pero en la mayor parte de la Europa cristiana aún se miraba a los cielos de un modo muy distinto. El científico y profesor inglés Alexander Neckham, nacido en 1157 en Hertfordshire, argumentó que las manchas lunares no se debían a valles y montañas, pero tampoco a efectos ópticos como los propuestos por Alhazén.

Versado en ámbitos tan variados como el magnetismo, la biología, la teología o la política universitaria, Neckham aún mantenía una costumbre que, en realidad, ya estaba cayendo en desuso: la de interpretar el mundo natural mediante alegorías. Fue esta obsoleta metodología la que le llevó a postular que las manchas lunares habían sido provocadas por el pecado original. Roger Bacon, uno de los padres del empirismo, admitiría ya en pleno siglo XIII que Neckham “escribió muchas cosas útiles y verdaderas”, aunque se negó a concederle la autoridad de otros maestros, seguramente a causa de afirmaciones como la concerniente a los accidentes lunares. Pero Bacon fue un verdadero revolucionario del pensamiento. En realidad, la explicación de Neckham no era tan exótica como ahora nos parece.

La suposición de que la Luna debería ser un cuerpo puro y, por tanto, algo grave ha de haber sucedido para que posea tantas irregularidades, es antiquísima, y ha perdurado en muy distintas culturas. Los esquimales del Ártico llaman a la Luna Malina, y al Sol, Anninga, y los consideran hermano y hermana, respectivamente (la Luna representa el papel masculino en varios mitos tribales). Cuenta la leyenda que una noche Malina irrumpió en la habitación de su hermana y se abalanzó sobre ella mientras dormía. Esta arañó al agresor en la cara para poder averiguar al día siguiente de quién se trataba. Al descubrir que había sido su hermano, lo castigó a vivir bajo las sombras para toda la eternidad.

La Luna y la muerte

La misma historia se repite con algunas variaciones en distintas partes del globo. En Rumanía, la Luna es la hermana, y el Sol, el hermano. Previendo las intenciones incestuosas de este, la propia Luna se mancha su cara con cenizas para ahuyentarlo. Para los khasias del Himalaya, la Luna vuelve a ser un ente masculino, y esta vez a quien pretende es a su suegra, el Sol. Ella le arroja cenizas una vez al mes para castigar su descaro.

Los indígenas africanos khoikhoi (Hombres de los hombres) cuentan que la Luna encargó a una liebre que llevara el siguiente mensaje a los humanos: «Igual que yo he muerto y he despertado a la vida de nuevo», dice la Luna, «también vosotros moriréis y os levantaréis de nuevo». Pero el animal engaña a los hombres, diciéndoles simplemente que, al igual que el astro ha muerto, ellos también lo harán. Tal es el origen de la muerte. La Luna, furiosa, golpeó a la liebre, pero esta se revolvió contra ella y le arañó el rostro, dejándole las marcas que aún podemos ver.


Pintura de acuarela que representa a miembros de la tribu de Khoikhoi. | Samuel Daniell

En un mito eslavo, el rey masculino de la noche, la Luna, recibe el castigo de su enamorada, el Sol, por haberle sido infiel. En la isla japonesa de Miyako se cuenta que el Sol y la Luna eran buenos amigos y, con motivo de la llegada de un nuevo año, quisieron hacer un regalo especial a los hombres: nada menos que la inmortalidad. Para ello, encargaron a un mensajero que llevara en un yugo dos cubos, uno con el agua de la vida y otro con el agua de la muerte. Pero, tan pronto como el mensajero hizo un alto en el camino, una serpiente bebió del agua de la vida.

Cuando aquel se dio cuenta, quiso compensar el nivel del cubo de la vida rellenándolo con agua de la muerte. Cuando llegó a Miyako, entregó el presente a los habitantes de la isla, pero el líquido contaminado no hizo el efecto deseado, y por eso los humanos seguimos siendo mortales. El Sol se enfureció al conocer lo sucedido y castigó al mensajero a permanecer para siempre en la Luna, con su yugo y sus cubos. Las manchas lunares son, una vez más, el recuerdo de la impureza de un mundo del que todos hemos de marchar algún día.

El cristianismo medieval de Alejandro de Neckham refleja el sustrato común de todas estas leyendas y tradiciones, al relacionar las imperfecciones lunares con la culpa, el castigo y la muerte. El pensador inglés, al igual que Avicena, era un gran admirador de Aristóteles, y ambos partieron de similares supuestos sobre la naturaleza etérea de los astros. Uno creyó ver inteligencias superiores de las que emanaban los seres sublunares -es decir, nosotros-. El otro pensó hallarse ante una manifestación física y visible de que, a causa del pecado, algo no está bien en el cosmos. Algún día, afirmaba Neckham, todos los planetas y estrellas se nos mostrarán en su forma más pura y estable. En ese momento, "tanto la Luna material como la Santa Iglesia aparecerán sin mancha ante el Cordero".
 
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