El gran novelista y divulgador científico Isaac Asimov decía que "la Luna y sus fases dieron al hombre su primer calendario". La afirmación es totalmente cierta, aunque quizás hoy el maestro hubiese podido especificar un poco más: fueron en realidad las mujeres, según apuntan todos los indicios, las primeras 'sapiens' interesadas en ayudarse de los astros para medir matemáticamente el tiempo e intentar así ordenar -dominar- la vida.
De todos los orbes que giran en el firmamento, no es de extrañar que la Luna fuese la elegida por nuestros ancestros para inspirar sus primeros calendarios: el satélite terrestre es muy fácil de observar a simple vista, cambia de aspecto todos los días y sus ciclos permiten prever –aunque no con total exactitud- la llegada de una nueva estación, algo que los humanos de la Prehistoria debían tener muy en cuenta si no querían poner en riesgo sus vidas.
Aún hoy, cuando no dependemos del movimiento de los astros para dividir el tiempo, la medida del mes -es decir, de una luna- sigue siendo muy útil: la usamos para cobrar nóminas, pagar facturas e hipotecas, planear cuánto nos va a llevar concluir un trabajo o incluso poner límite a nuestras vacaciones. Tal y como rezaba un antiguo texto hebreo, "la Luna fue hecha para que contásemos los días".
Los primeros calendarios que se han encontrado hasta la fecha datan del Paleolítico superior, y fueron fabricados a partir de huesos de animales, mediante incisiones que marcan el paso de las fases lunares. El más antiguo que se conoce es el hueso Lebombo, fabricado hace unos 37.000 años y descubierto a principios de la década de los 70 en Swazilandia, un pequeño país al sur de África donde la esperanza de vida apenas supera los 40 años debido a la lacra del sida.
Se trata de un peroné de babuino con 29 incisiones, no muy distinto de los calendarios de palo que aún usan los bosquimanos de Namibia, una cultura milenaria cuya esperanza de vida rozaba hace poco los 90 años y que en la actualidad está a punto de extinguirse.
Otro objeto similar, con más de 20.000 años de edad, es el hueso de Isturitz, que fue hallado en Dordoña, Francia, y presenta calendarios lunares de cuatro y cinco meses. Fue en esa misma región donde el geólogo francés Louis Larlet encontró los primeros restos del Homo sapiens arcaico u hombre de Cromagnon, en 1868. Allí se encuentra la cueva de Lascaux, donde, junto a sus célebres pinturas rupestres, aún pueden contemplarse una serie de símbolos que parecen ser calendarios lunares.
Según identíficó el doctor Michael Rappenglueck durante un estudio de la Universidad de Munich, allí están representados tanto un ciclo lunar de 29 días como un año lunar compuesto por 13 ciclos. Ambos fueron impresos sobre las paredes de la gruta hace unos 15.000 años.
Aquellos cromañones "eran conscientes de los ritmos de la naturaleza porque su vida dependía de ellos", según dedujo el mencionado investigador tras su descubrimiento, publicado en el año 2000. Otro objeto que maravilla a los expertos es el hueso de Ishango, aparecido en los años 60 en el lago Edwards, Zaire, donde alguien representó un calendario lunar de seis meses hace poco menos de 25.000 años. Este primitivo almanaque, que se conserva en el Real Museo de Ciencias Naturales de Bélgica, se construyó a partir del peroné de un babuino, al igual que el hueso Lebombo.
De todos los orbes que giran en el firmamento, no es de extrañar que la Luna fuese la elegida por nuestros ancestros para inspirar sus primeros calendarios: el satélite terrestre es muy fácil de observar a simple vista, cambia de aspecto todos los días y sus ciclos permiten prever –aunque no con total exactitud- la llegada de una nueva estación, algo que los humanos de la Prehistoria debían tener muy en cuenta si no querían poner en riesgo sus vidas.
Aún hoy, cuando no dependemos del movimiento de los astros para dividir el tiempo, la medida del mes -es decir, de una luna- sigue siendo muy útil: la usamos para cobrar nóminas, pagar facturas e hipotecas, planear cuánto nos va a llevar concluir un trabajo o incluso poner límite a nuestras vacaciones. Tal y como rezaba un antiguo texto hebreo, "la Luna fue hecha para que contásemos los días".
Los primeros calendarios que se han encontrado hasta la fecha datan del Paleolítico superior, y fueron fabricados a partir de huesos de animales, mediante incisiones que marcan el paso de las fases lunares. El más antiguo que se conoce es el hueso Lebombo, fabricado hace unos 37.000 años y descubierto a principios de la década de los 70 en Swazilandia, un pequeño país al sur de África donde la esperanza de vida apenas supera los 40 años debido a la lacra del sida.
Se trata de un peroné de babuino con 29 incisiones, no muy distinto de los calendarios de palo que aún usan los bosquimanos de Namibia, una cultura milenaria cuya esperanza de vida rozaba hace poco los 90 años y que en la actualidad está a punto de extinguirse.
Otro objeto similar, con más de 20.000 años de edad, es el hueso de Isturitz, que fue hallado en Dordoña, Francia, y presenta calendarios lunares de cuatro y cinco meses. Fue en esa misma región donde el geólogo francés Louis Larlet encontró los primeros restos del Homo sapiens arcaico u hombre de Cromagnon, en 1868. Allí se encuentra la cueva de Lascaux, donde, junto a sus célebres pinturas rupestres, aún pueden contemplarse una serie de símbolos que parecen ser calendarios lunares.
Según identíficó el doctor Michael Rappenglueck durante un estudio de la Universidad de Munich, allí están representados tanto un ciclo lunar de 29 días como un año lunar compuesto por 13 ciclos. Ambos fueron impresos sobre las paredes de la gruta hace unos 15.000 años.
Aquellos cromañones "eran conscientes de los ritmos de la naturaleza porque su vida dependía de ellos", según dedujo el mencionado investigador tras su descubrimiento, publicado en el año 2000. Otro objeto que maravilla a los expertos es el hueso de Ishango, aparecido en los años 60 en el lago Edwards, Zaire, donde alguien representó un calendario lunar de seis meses hace poco menos de 25.000 años. Este primitivo almanaque, que se conserva en el Real Museo de Ciencias Naturales de Bélgica, se construyó a partir del peroné de un babuino, al igual que el hueso Lebombo.
Un calendario menstrual
Estos utensilios y otros similares muestran que el 'Homo sapiens' ya había adquirido en la Edad de Piedra el sentido del paso tiempo y había encontrado un método preciso y cuantitativo para medirlo. Se trata, por tanto, de los primeros objetos matemáticos que se conocen.
De hecho, al principio se pensó que el hueso de Ishango, de unos 10 centímetros de longitud y repleto de marcas a ambos lados, era una especie de calculadora prehistórica con la que el hombre del paleolítico se ayudaba a multiplicar. Un posterior análisis microscópico del hueso reveló que el patrón de incisiones se correspondía también con un calendario lunar de seis meses. Quizás fuera ambas cosas a la vez, e incluso otra más: un calendario del ciclo menstrual de la mujer durante medio año.
Del Paleolítico superior también datan las primeras manifestaciones artísticas que se conocen, entre ellas las estatuillas dedicadas a deidades femeninas, como la Venus de Willendorf o la Venus de Laussel. Estas esculturas prehistóricas muestran una auténtica devoción por la fertilidad femenina: atributos como los pechos y las caderas son desproporcionadamente grandes, y en su tiempo estuvieron cubiertas por un tinte rojo cobrizo, que representaba la menstruación.
Ya que el ciclo de la Luna y el de la ovulación duran lo mismo, es lógico pensar que, además de usarse como calendarios, estos instrumentos servían a las mujeres de la Edad de Piedra para llevar la cuenta de su menstruación. Por eso mismo, los primeros instrumentos que creó el 'Homo sapiens' para medir el tiempo debieron ser también objetos de una gran carga simbólica y religiosa, que reflejaban a la perfección la cualidad más idolatrada por las sociedades paleolíticas: la fertilidad.
La Luna y la fertilidad eran inseparables para el hombre primitivo, como muestra el hecho de que la Venus de Laussel, una figura de 44 centímetros tallada en roca caliza hace 25.000 años, sostenga en su mano un cuerno de bisonte con 13 incisiones, que muy posiblemente representan las 13 lunas del año (según el tipo de calendario, el número de lunas oscila entre 12 y 13, al igual que los días de los que se compone un ciclo lunar varían entre 28 y 30).
Los primeros matemáticos fueron mujeres
Todo ello ha llevado a varios expertos a postular que las primeras personas en pensar matemáticamente debieron ser mujeres. En el paleolítico, las sociedades humanas eran cazadoras-recolectoras, lo que significa que el hombre salía a cazar mientras la mujer se encargaba de recoger los alimentos que brotaban naturalmente de la tierra –aún no existía la agricultura. Los calendarios lunares tenían, entonces, dos funciones principales: medir los periodos de ovulación y determinar el momento de maduración de distintos frutos y vegetales.
Ambos cometidos apuntan a que las creadoras de estos primitivos ingenios fueron nuestras abuelas del Paleolítico. Así lo explica la etnomatemática estadounidense Claudia Zaslavsky: "¿Quién, salvo una mujer pendiente de sus ciclos, iba a necesitar un calendario lunar? Cuando le pregunté esto a algún colega con intereses matemáticos similares, me sugerió que los primeros agricultores podrían haber realizado dichos registros. Sin embargo, fue lo bastante rápido como para añadir que, probablemente, los primeros agricultores fueron también mujeres. Que descubrieron los cultivos mientras los hombres cazaban fuera".
El matemático John Kellermeier añade al argumento la dimensión religiosa que tenían la fertilidad y la menstruación en el Paleolítico. "Los calendarios lunares no habrían sido sólo métodos de medir el tiempo, sino que también reflejaban la resonancia entre las fases de la Luna y los ciclos sagrados de la menstruación. Esta evidencia apunta a la conclusión de que la menstruación de las mujeres dio lugar a las primeras matemáticas. Y también sugiere que las mujeres fueron las primeras matemáticas". Lo que las convierte, de paso, en las primeras astrónomas.
Decía Albert Einstein, quizás exagerando un poco, que lo más importante de una teoría científica es que tuviera belleza. La hipótesis de Zaslavsky y Kellermeier, imposible de comprobar empíricamente, sin duda la tiene: las primeras sociedades matemáticas estuvieron compuestas por mujeres del Paleolítico, trasuntos carnales de las fértiles y orondas divinidades veneradas en aquel periodo. Contemplar los astros era para ellas tan sólo un modo de saber en qué día vivían, así que se reunían bajo la luz de la Luna para echar cuentas, anticiparse al germinar de los frutos y planificar la llegada al mundo de nuevos -aunque primitivos- 'sapiens'.
ELMUNDO.es
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